SALUD EMOCIONAL
12 de mayo de 2018
Dormir en la misma cama, el peso de la historia
“Somos criaturas de ataduras. Nos gusta tener a alguien cerca, nos gusta la proximidad de otras personas”.
Dormir juntos es una experiencia que crea lazos que nos unen. Hace un par de siglos las camas eran el mueble más costoso de una casa. De acuerdo con el profesor de Virginia Tech Roger Ekirch, historiador y autor del libro Al cierre del día: las noches en tiempos pasados, solía haber un incentivo financiero para que los seres humanos durmieran juntos.
“En las clases bajas de la Europa preindustrial, era costumbre que toda una familia durmiera en la misma cama o en una pila de paja –explica Ekirch al diario The Atlantic–. Las parejas nobles, para mayor comodidad, en ocasiones dormían separadas, especialmente cuando uno de sus miembros estaba enfermo”. Y es que muchas personas, que han tomado el riesgo de dormir lejos el uno del otro en nuestros tiempos, han revelado a sus terapeutas de pareja que duermen mucho más plácidamente solos.
Entonces, ¿por qué seguimos durmiendo juntos? La historia tiene otra explicación: los humanos le tenemos miedo a la oscuridad. “La noche fue el primer mal necesario del hombre antes de la Revolución Industrial y producía un temor generalizado en la sociedad –añade Ekirch–. Las familias nunca se sintieron tan vulnerables como cuando se retiraban en las noches. Los compañeros de cama daban un fuerte sentido de seguridad, en medio de la prevalencia de peligros, reales e imaginarios, como ladrones y pirómanos, o fantasmas, brujas e, incluso, el príncipe de la oscuridad”.
Dormir juntos es una experiencia que crea lazos que nos unen. “Los compañeros de cama o de cuarto se convierten en nuestros mejores amigos –asegura Ekirch–. No solo ocurre con las parejas casadas, también pasa con hermanos y hermanas, y se veía en las relaciones entre los hijos que dormían con sus sirvientas. La oscuridad, en los confines íntimos de una cama, nivelaba incluso las distinciones sociales y de género. La mayoría de los individuos no se duermen de inmediato sino que conversan libremente. En la ausencia de luz, los compañeros de cama codician esa hora en que, con frecuencia, la formalidad y la etiqueta perecen”.
La maravilla de dormir con alguien
Le doy un beso de buenas noches y me volteo. Apago mi lámpara y él hace lo mismo. Mi mirada da a la pared opuesta a la que ve mi esposo. Hay un espacio vacío y exquisito entre los dos, que nos da libertad de movimiento. Estoy exhausta y sé que me dormiré en segundos, pero él decide hablarme. Justo en ese instante, me cuenta del momento más importante de su día. Hago fuerza para mantener los párpados abiertos. Tengo que concentrarme para que mi mente no se vaya a esa profundidad en la que dejamos de existir por unas cuantas horas. Su historia va acompañada de una anécdota chistosa. Los dos soltamos una carcajada y, en medio de tanta oscuridad, pareciera que su voz, siempre amable y reconfortante, hiciera la luz. Me duermo con una sonrisa en los labios.
Llevamos tres años casados y nunca he tenido la necesidad de ir a dormir al otro cuarto. Mi preocupación se esfumó debido a esa naturalidad con la que fuimos dando forma a nuestra cotidianidad. Nunca sentimos grandes cambios. La vida fluía con serenidad y complicidad. Él aprendió a moverse con prudencia en la cama. Yo permití que entrara a ese espacio sagrado sin esfuerzo. Durante el primer año de matrimonio fue un alivio saber que todas las noches, al llegar de un trabajo nuevo y emocionalmente desgastante, él iba a estar ahí, con su voz amable y reconfortante, para darle luz a mi oscuridad (sí, cursi, pero cierto). Ahora lo extraño es acostumbrarse a la idea de dormir sola cuando no está. Y cuando está, él puede levantarse, prepararse un jugo de lulo y regresar a dormir, mientras mi mundo sigue detenido en ese sueño que, en mi caso, se parece tanto a la muerte.
“Somos criaturas de ataduras –asegura el terapeuta de pareja estadounidense Lee Crespi–. Nos gusta tener a alguien cerca, nos gusta la proximidad de otras personas”.
Somos seres sociales por naturaleza. Nos necesitamos los unos a los otros más de lo que necesitamos una buena noche de sueño. Buscamos afecto, oídos, abrazos, respuestas. Una carcajada antes de dormir puede aliviar los músculos que hemos tenido tensos todo el día ante la urgencia de ser fuertes frente al mundo. Unas palabras de apoyo, en la intimidad de la noche, nos permiten entender que no estamos solos en este caos de vivir.
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