CULTURA
14 de noviembre de 2016
Rubén Darío, despiadado crítico del arte argentino de finales del siglo XIX
Un libro recupera las siete crónicas que escribió el poeta nicaragüense sobre el Salón del Ateneo de Buenos Aires de 1895.
"Entre los setecientos mil habitantes, más o menos, de este poderoso centro del continente, mientras las rotisseries y cafés nocturnos se pueblan de alegres gozadores de la vida, cuando los teatros se vacían, y en los salones se danza, o conversa de modas, de negocios o de política, hay, no lo dudéis, lámparas que alumbran cabezas de soñadores, de trabajadores (...) hay muchos espíritus que se consagran a su obra, llevados de la mano y alentados por sus amigos inmortales, sus músicos, sus pintores, sus escultores, sus poetas". Así era Buenos Aires en 1895 a los ojos del poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), quien había desembarcado en la ciudad dos años antes.
El gran representante del modernismo en español admiraba la bulliciosa escena cultural porteña, pero consideraba que las artes plásticas del país no estaban a la cabeza del continente, a diferencia de otras disciplinas, como la literatura y la música. Su opinión crítica quedó plasmada en las siete crónicas de arte publicadas por el diario La Prensa sobre la tercera exposición celebrada en el Ateneo de Buenos Aires, uno de los epicentros culturales de la ciudad, que frecuentó desde el primer día. Los artículos acaban de aparecer por primera vez en forma de libro en Rubén Darío. Crónicas de arte argentino, del especialista dariano Rodrigo Javier Caresani.
A fines del siglo XIX la escena artística local se debatía entre el hispanismo y el nacionalismo. En 1895, recién aprobado el Museo Nacional de Bellas Artes, que abriría sus puertas un año después, "había dos perspectivas muy fuertes sobre cómo hacer arte nacional: los españoles, que eran muy poderosos, pedían no corromper la estética ni la lengua con el francés y el inglés y los criollistas pedían volver a los clásicos criollos y pedían que el referente fuese el gaucho", dice Caresani. En sus crónicas, Darío se pelea con ambas opciones y rompe una lanza por una pintura más innovadora. "Sería la señal del sursum que en lugar de la persecución de tantos vulgares asuntos de la vida diaria, en lugar de invariables marinas y usadísimos géneros, se buscase un campo más elevado, mayor distinción; que el alma personal anime la tela con la magia del estilo", defiende como ideal pictórico. Casi nada de lo expuesto en el Salón de Buenos Aires será rescatado por su pluma mordaz.
En su primera crónica, el poeta nicaragüense hace un repaso por el arte latinoamericano de la época y cita, entre otros, al colombiano Alberto Urdaneta, al salvadoreño Francisco Wenceslao Cisneros, al venezolano Francisco Arturo Michelena Castillo y al cubano Armando Menocal. Sus mayores elogios son para los chilenos Pedro Lira y Alfredo Valenzuela Puelma. "Ese país, tan rico en fuertes economistas, jurisconsultos y hombres positivos, como seco en imaginativos y poetas, el país del Código Civil y de los versos de don Andrés Bello, ha consagrado grande atención a las artes plásticas", dice el crítico sobre Chile, el país que, en su opinión, "mayor cultivo ha tenido el arte pictórico desde hace algunos años". Darío cree que "hay ambiente para el arte en Buenos Aires", pero pone pocos ejemplos.
"Las palabras que brotan de los labios delante de algunos de esos cuadros son estas: 'muy bien hecho'. Pero nada más", escribe el pintor nicaragüense al comparar la mayoría de obras expuestas en el Salón del Ateneo con las "exquisitas" del paisajista francés Camille Corot. "Esas cosas pintadas allí son cosas sin cosas sin alma; no despiertan en nuestro ser emoción alguna; es la traslación al lienzo de una naturaleza sin voz y sin lenguaje", opina sobre las obras de Luigi Paolillo, pintor italiano establecido en Buenos Aires.
El acuarelista Emilio Angelini Caraffa tampoco sale bien parado con su obra El primer mate. "Su cuadro, en conjunto, no es prueba de amor a la nobleza y grandeza del arte. Habrá quienes le aplaudan: los amigos del asunto nacional, los partidarios de un soñado arte minúsculo y propio, los gustadores del sabor de la tierruca, los que creen el universo tan solamente lo que abarcan sus ojos. ¡Tenga cuidado el artista!", escribe en su cuarta crónica.
Diana Cid García, la estrella de la muestra
Una de las pocas excepciones es su amigo Eduardo Schiaffino, el primer director del Museo Nacional de Bellas Artes. "Tiene Lady Rowena, en medio de la penumbra, una belleza especial, una belleza que se podría decir triste", indica sobre el cuadro de Schiaffino. Incluso apunta que se llevaría la nota más alta del Salón "si no hubiese expuesto sus cuadros una mujer, Diana Cid García, misteriosa, suave, enigmática, llena de visiones y de sueños".
"Da la sensación de una mujer espectral que ocultase bajo sus formas enigmáticas, casi religiosamente icónicas, una perversidad sacrílega y misteriosa. Es una mujer que inquieta. Una mano maestra, que aparta el velo", ensalza el poeta modernista la Morphine de Cid García. "Decir que la estrella del Salón es una mujer en una cultura de hombres y para hombres fue un cachetazo a las expectativas de todos los pintores que estaban ahí", explica Caresani. "A fin de siglo, las mujeres pintoras tenían un lugar muy secundario, no formaban parte de las exposiciones o estaban en los márgenes, fue un gesto muy polémico", agrega el autor del libro, publicado por la editorial Dinámica en Managua con motivo del centenario de la muerte del poeta.
Debido a sus críticas despiadadas, las crónicas pasaron de salir en portada a ir cada día más escondidas en el interior del diario, donde permanecieron olvidadas durante más de 120 años.
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