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6 de agosto de 2018

Un acuerdo a ciegas para evitar el caos del Brexit

Theresa May y su marido, Philip, de vacaciones en Italia.Foto:Pier Marco Tacca / AFP

Por: AFP

Londres y Bruselas avanzan hacia el acuerdo de divorcio dejando para más adelante los detalles de la futura relación comercial.

Theresa May resulta especialmente peligrosa cuando está de vacaciones. Es entonces, dando caminatas por las montañas galesas, el lago de Garda o los Alpes suizos, cuando, lejos de sus asesores y de la presión del día a día en Downing Street, se le ocurren las ideas más estrambóticas y potencialmente desastrosas. De uno de esos relajantes paseos con su marido salió el año pasado el plan de convocar unas elecciones anticipadas con el fin de aumentar la débil mayoría absoluta que había heredado de David Cameron, reforzar su autoridad y tener las manos libres en la negociación del Brexit. El desenlace fue todo lo contrario.

May va a tener mucho que pensar esta semana, contemplando entre sudores y tragos a la cantimplora el Montblanc y el monte Cervino. Su plan de Chequers para un Brexit blando, que causó las dimisiones de sus ministros Boris Johnson y David Davis, ha obtenido el rechazo tanto de los eurófilos como de los euroescépticos, en el caso de unos, por ir demasiado lejos en los términos de la ruptura con Europa, y en el de los otros, por quedarse corto.Y Bruselas lo ha rechazado como una nueva intentona de arremeter contra el mercado único, pretender gozar de las ventajas de la unión sin asumir sus responsabilidades y que el Reino Unido se dedique a recaudar las tarifas y los aranceles comunitarios sin estar sometido a las leyes y los tribunales de la UE.

May utiliza el miedo a una salida de la UE no pactada para sacar adelante su plan

La estrategia de May ha sido desde un primer momento provocar una fractura entre las instituciones y los líderes europeos y que, eventualmente, Berlín y París pasen por encima de Bruselas. Que Angela Merkel y Emmanuel Macron le digan a Michel Barnier, el encargado de las negociaciones, que afloje un poco y conceda a Gran Bretaña privilegios que le niega a Noruega o Suiza, por el hecho de tratarse de la quinta mayor economía del mundo y para evitar una salida desordenada que provocaría el caos. Y, también, para cobrar los 44.000 millones de euros que Londres está dispuesto a pagar como factura del divorcio, por el pago de sus obligaciones pendientes. Ahora que Downing Street ha tomado las riendas de las negociaciones, la táctica se ha reactivado.

En sus paseos alpinos, Theresa May va sin duda a dar una vuelta de tuerca a esa argucia. Ya antes de empezar las vacaciones, y en vista de que el plan de Chequers no convence a nadie (apenas cuenta con el apoyo de un 20% de los votantes, según las encuestas), recurrió a la técnica de gritar “¡Que viene el lobo!”, que en este caso es “¡Que viene un Brexit sin acuerdo!”, que de la noche a la mañana obligaría a Londres a importar y exportar de acuerdo con las reglas y tarifas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La primera ministra, en su más dramático recurso al catastrofismo hasta la fecha, ha pedido a los supermercados y las compañías farmacéuticas que empiecen a almacenar alimentos y medicinas por lo que pueda pasar el 30 de marzo, el día siguiente a la fecha oficial de divorcio. Ha puesto en alerta a los ayuntamientos para el caso de que se produzcan disturbios e insinuado que el ejército se encontrará en estado alerta para combatir el “desorden civil”. Incluso ha hablado de colas de camiones de más 30 kilómetros en la autopista que une Dover con Londres (sólo un centenar y medio con cítricos españoles atraviesan diariamente el canal de la Mancha) y de que las compañías aéreas británicas no podrían operar en el continente.

Cada vez son mayores las presiones para que el compromiso final se vote en referéndum

Pero aparte de meter el miedo en el cuerpo, el Gobierno no ha hecho nada en preparación de tan apocalíptico escenario, por lo que sus advertencias carecen de credibilidad y son vistas como una estratagema política. Se supone que a final de mes publicará setenta directivas para el Brexit total aconsejando a los hogares qué alimentos tener en la despensa, pero mientras tanto ha pasado el muerto a las empresas, para que sean ellas las que tomen la iniciativa.

Multinacionales farmacéuticas como AstraZeneca han aumentado la cantidad de medicinas en sus almacenes británicos para poder atender a los suministros durante cuatro meses en vez de tres. Pero otras como GlaxoSmithKline han respondido que no es asunto suyo. También las cadenas de supermercados son escépticas. Un 60% de las exportaciones agrícolas de Gran Bretaña son a países de la UE, y la mitad de sus importaciones proceden de ella. Pero la inmensa mayoría de los productos son perecederos, y los stocks se renuevan cada día.

Igual que el año pasado optó por elecciones anticipadas, estos días sin duda Theresa May, en sus paseos alpinos, se plantea un segundo referéndum. Los amigos de Europa –Tony Blair y su grupo, Nick Clegg y los liberales demócratas, los nacionalistas escoceses, intelectuales y académicos– presionan cada vez más fuerte por una consulta a dos vueltas y con tres opciones: el Brexit total (sin acuerdo de comercio), el Brexit ciego que está negociando Downing Street y la permanencia en la UE. El apoyo a la idea es cada vez mayor entre el electorado, pero los euroescépticos dirían sin duda que es una “traición a la voluntad del pueblo”. Y los eurófilos tienen miedo de que las dos últimas propuestas se neutralizasen y saliera la primera. ¡Horror!

May dimitiría y se celebrarían elecciones con unos resultados imprevisibles

Más sentido desde el punto vista político de May, y de cara a su supervivencia, tiene someter sólo a referéndum el resultado final de las negociaciones con Bruselas, con el Brexit total sin pacto alguno como única alternativa, en la esperanza de que el miedo a las consecuencias económicas de la salida dando un portazo suavice las demandas de Bruselas (que sin duda van a aumentar en las próximas semanas y meses), y sirva para obtener el respaldo parlamentario. Para lo cual, con un Gobierno en minoría, necesita que los rebeldes euroescépticos del Labour, alrededor de 90, neutralicen a los radicales antieuropeos tories encabezados por Jacob Rees-Mogg, casi otros tantos. El resultado pendería de un hilo. No es una opción ideal para los proeuropeos que siguen soñando con la permanencia, pero al menos tiene la ventaja de que mantendría a raya el avance de la ultraderecha y de esa especie de “internacional nacionalista” que lidera Donald Trump, con subsidiarias en numerosos países.

Si May ganase la votación, el Brexit ciego seguiría adelante, excepto en el supuesto improbable de que la UE se pusiera tan maximalista y tan dura, para sentar ejemplo y castigar al Reino Unido por su insolencia, que rompiera la baraja. O que, considerando que tiene las mejores bazas, forzase la mano con el fin de que los británicos decidan después de todo permanecer en Europa o apuntarse al Espacio Económico Europeo como Noruega. El ministro de Medio Ambiente, Michael Gove, propugna ahora esa opción como el mal menor, significando la permanencia en el mercado único y la continuación de la libertad de movimiento de trabajadores.

Pero se barajan dos posibles compromisos que allanarían el terreno. Por un lado, Bruselas volvería a ofrecer (como hizo a Cameron antes del referéndum) un “freno a la inmigración” que Londres podría aplicar excepcionalmente por un periodo limitado de tiempo si la llegada de extranjeros desborda el mercado laboral. Por otro, los unionistas protestantes del DUP (socios en el Gobierno de coalición) aceptarían un régimen especial de tarifas y aranceles para el Ulster, alineado con el del continente, con tal de que en vez de llamarse “unión aduanera” se denominase “regulación aduanera”. Pura semántica.

Sindicatos y empresas coinciden: un Brexit total, sin acuerdo, sería desastroso

Este apaño, típico de las soluciones tradicionales a las crisis europeas, se traduciría en la conclusión del acuerdo de divorcio en los plazos previstos, el cobro por la UE de los 44.000 millones de euros prometidos por Londres, la regulación del estatus de los europeos en el Reino Unido y los británicos en Euro­pa y la solución del problema del Ulster. Pero en vez de un acuerdo comercial más o menos detallado, habría un boceto o declaración de intenciones sobre la futura relación, de apenas cinco o seis páginas, que dejaría para más adelante la resolución de las numerosas cuestiones pendientes. Por eso se llama un Brexit a ciegas.

Pero si May pierde la votación sobre el resultado final de las negociaciones, ya sea en el Parlamento o en un referéndum, la consecuencia sería su caída y elecciones anticipadas de resultado imprevisible. Sólo un 10% de los votantes dice estar satisfecho con la manera en que el Gobierno está llevando el asunto, aunque vaya usted a saber. El líder socialista, Jeremy Corbyn, podría obtener una mayoría absoluta, un supuesto que suscita quebraderos de cabeza en Bruselas, Berlín o París por su plan de nacionalizaciones y ayudas estatales a sectores industriales, una amenaza a la libre competencia. O necesitaría gobernar en minoría, como ahora los tories, pero con el respaldo de los nacionalistas escoceses, que a cambio exigirían dos referéndums: uno sobre su propia independencia y otro para revisar la decisión del adiós a Europa. Es difícil imaginar que el Labour vaya a mover un dedo para salvar a la primera ministra del partido rival, pero se encuentra muy dividido. Tiene un fuerte sector euroescéptico en el norte del país. Los jóvenes quieren seguir en la Unión Europea. Y los sindicatos, que lo financian, no quieren saber nada de un Brexit total que ponga en peligro la economía y reduzca empleo. Si tiene que haber un salida, prefieren, como los empresarios, que sea ordenada.

El Partido Conservador británico es uno de los más exitosos de la historia, gracias a su capacidad de adaptación y su curiosidad intelectual. Solía decirse que medían el mundo en “siglos y continentes”. Pero con el Brexit, reducidas sus bases a los jubilados de la Inglaterra rural y financiados por oligarcas extranjeros, han perdido sus cualidades históricas entregándose al cortoplacismo, el populismo e incluso la xenofobia. Si cae May, el favorito para sustituirla, según las encuestas, no es otro que Boris Johnson. En cierto modo se cerraría el círculo, y el Reino Unido (y Europa) tendrían su Donald Trump.



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