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POLITICA

10 de diciembre de 2018

El Presidente está cada vez más contento con la gestión

Habrá una movida turística importante y una inflación todavía respetable pero en declive.

Por: Redacciòn FM Fleming"Magazine"

El próximo año habrá una buena cosecha, quizás una cosecha récord; un incremento de la producción petrolera auspiciado por Vaca Muerta y exportaciones en aumento.

Serán, seguro, dos años recesivos sobre tres, cosa que no ocurría desde el crac del 2001-2002, y serán probablemente tres de cuatro al final del mandato. Después de alcanzar un 47-48% sin antecedentes desde 1991, la inflación acumulará 160% en tres saltos y va camino de cerrar el ciclo en 232%. El desempleo ya apunta a los dos dígitos y la pobreza ha vuelto a ubicarse cerca del 30%, si no en el 30%.

Nada descolgado, aún del tipo exprés el panorama intenta explicar por qué Mauricio Macri está descontento, o cada vez más descontento con la gestión económica de su gobierno, según cuentan dirigentes PRO de la primera hora que lo han escuchado protestar. Y así haya quienes insistan en rascar culpas en el mundo exterior, la contundencia de los datos y el tiempo transcurrido desde que empezó la película no dejan lugar a escapatorias: gran parte del problema ancla en los errores propios.

El mismo panorama también permite entender algo que el Presidente ha comenzado a plantear entre los periodistas, cuando lo consultan por la inflación o por la recesión: “No, no nos pidan pronósticos. No queremos hacer más pronósticos”, dijo un par de veces después del G-20. Está claro: dentro de ciertos ambientes oficiales las certezas se han convertido en un bien escaso y abunda, en cambio, el temor a seguir pifiándola.

 

Por fuera de ese circuito, unos cuantos analistas ya adelantan que de aquí a abril-mayo, y acoplada a lo que viene conociéndose, habrá una lluvia de indicadores clave tirando a malos. Irán desde la actividad económica considerada en conjunto, la construcción, la industria y la mayoría de los sectores que integran este combo, algunos altamente sensibles, hasta la inversión y el consumo.

No hay ningún acertijo en el pronóstico, sino un cruce de números o un fuerte contraste de números: el de los nuevos comparados con los mejores registros de la gestión macrista, cuando se anotaban crecimientos del 14, del 19 o del 25%. Ese proceso empezó por mayo de 2017, fogoneó el triunfo de Macri en diciembre y derrapó hacia abril pasado, con los primeros aprontes de la corrida cambiaria.

Contra semejantes datos será la comparación, y tendrá color rojo o rojo furioso. Medido desde el último abril hasta entrado 2019, el saldo completo puede llegar a decir: industria, doce meses consecutivos en baja; actividad económica, otros doce con el mismo signo y construcción, en principio nueve meses negativos.

Del otro lado habrá una buena cosecha, quizás una cosecha récord; un incremento de la producción petrolera auspiciado por Vaca Muerta y exportaciones en aumento. Habrá una movida turística importante y una inflación todavía respetable pero en declive.

Se verá qué sale del choque de fuerzas, aunque vistas las dimensiones y la sonoridad de unas y otras el resultado no pinta favorable al Gobierno. Y menos si el golpe a las actividades productivas deriva en golpes al empleo.

Sobre este punto ya hablan encuestas muy recientes del INDEC. Dicen que el 30% de los industriales planea despidos para los próximos meses y que, entre los constructores, en el mismo casillero aparece un 30% si se trata de obras privadas y 58% si es obra pública.

Nada de futurología esta vez, informes de consultoras cuentan que de septiembre de 2017 a septiembre de 2018 se perdieron 70.000 puestos de trabajo y que, en lo que va del año, la industria fue sacudida por 39.000.

Comentarios atribuidos a directivos de la UIA señalan que cada vez más empresas están agotando amortiguadores, como suspensiones, cortes de turnos u otras alternativas por el estilo. Son comentarios y a la vez augurios.

Una digresión a propósito, justamente, de cómo han cambiado los tiempos y de los beneficios que puede reportar no pasarse de rosca con los relatos.

Así como hoy Macri le escapa olímpicamente a los pronósticos, el archivo cuenta que hace poco más de un año, en septiembre de 2017, cuando todo parecía lucir impecable, los ministros Nicolás Dujovne y Luis Caputo se zambulleron con un par de sentencias tan grandiosas como aun en ese momento temerarias. Por orden de aparición, una fue: “Se vienen 20 años de crecimiento para la Argentina”. La siguiente: “Argentina será la estrella de los mercados emergentes en los próximos 20 años”.

No hubo ni de lo uno ni de lo otro, claro está, sino todo lo contrario. Y hacia adelante, van consolidándose las formas de una economía de manchones, opaca, fragmentada y desequilibrada.

Ya es posible hablar de centros urbanos, de actividades, comercios y ocupaciones que andarán bien, si conviven o están vinculados a sectores que crecen. Y al revés, de conglomerados que en los mismos planos la van a tener muy complicada, justamente porque les tocaron sectores en recesión.

Dentro del mismo cuadro desigual se cruzarán lugares del interior de la provincia de Buenos Aires con el Gran Buenos Aires; Pergamino con La Matanza o Neuquén con Santiago del Estero. Si el metro pasa por las poblaciones, serán más o bastante más los damnificados que los favorecidos.

El telón de fondo es un modelo donde el crecimiento económico no ocupa el primer lugar. Y donde un rígido cerrojo monetario, que seca de pesos el mercado y aprieta demanda y actividad, va derechito hacia una obsesión de Macri, esto es, que el dólar no vuelva a escaparse.

Ha dicho y admitido el vicepresidente del Banco Central, Gustavo Cañonero: “Nada va a apartarnos de la cautela, porque las urgencias nunca salieron bien. Esa base es el mantra del Central”. La frase está dedicada al manejo de la tasa de interés y otra, también de Cañonero, a la inflación: “Sin pesos, es difícil que tengas problemas nominales”.

Torniquete a fondo, como el saque que le pegaron al circulante, o sea, al dinero en poder del público. Quedó un 30% por debajo del nivel que había a fines de 2015, y el grueso de la movida ocurrió en octubre.

Se entiende, entonces, por qué Cañonero llama “simple, directo, austero, casi Medieval” al sistema que aplica el Central.

Hay de todas maneras una variable, un espacio, que funcionan como ajenos a los esfuerzos que el Gobierno hace para poner las cuentas en orden. Se llama riesgo país o la sobretasa por encima de los bonos norteamericanos que pagaría la Argentina si toma deuda externa: sería de 7,18 puntos porcentuales, contra 2,74 de Brasil y 2,07 de Uruguay. Total: por lo menos 10% en dólares.

Semejante sobrecosto expresa varias cosas a la vez, pero una sobre todo: el temor a que la Argentina vuelva a entrar en default, por la razón que fuese, financiera o política, y pese a llevar la marca del FMI en el orillo.

Planteado en presente por algunos economistas, el problema es que un riesgo país a esas alturas y sus implícitos lucen disonantes, si no directamente contradictorios, con un dólar que se pretende tranquilo. Cosas al fin de la vulnerabilidad argentina, que sale a la luz ante cualquier viento más o menos fuerte. 



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