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12 de agosto de 2014

Los demonios detrás de la sonrisa contagiosa de Robin Williams

Sus películas, tan populares, coincidieron con la aparición y el auge de las videocaseteras.

Cuando estudios y directores se peleaban por contratarlo, el comediante supercotizado intentó mutar en actor multiterreno y un par de fracasos cavaron bien hondo ese pozo de las adicciones del que casi nunca emergió entero. Querido, admirado, premiado, un boom en el tiempo de las videocaseteras, Williams convivió con demasiados fantasmas y se fue como muchos presagiaban. Sin margen para las sonrisas. 

En 1997, la revista Entertainment Weekly lo eligió el hombre más gracioso del mundo. El humor de Williams era del tipo contagioso, muy físico. Un tipo chispeante, pero de ojos apagados. Es que las miradas no suelen mentir, y como les ocurre a infinidad de comediantes, las procesiones interiores de Williams marchaban atronadoras. De allí las recurrentes noticias sobre divorcios (se casó tres veces), internaciones, tratamientos, caídas y confesiones; pedidos de auxilio. Al contrario de Philip Seymour-Hoffman, Williams hizo público su calvario. Buscó simones que lo ayudaran a cargar la cruz, pero invariablemente terminó cerrándose sobre sí mismo. Solo, como el payaso que marcha al carromato al concluir cada función. 

Williams era un animal de escenario. Allí empezó, en night clubs, abrazado al humor absurdo de sus adorados Monty Phyton (Eric Idle era uno de sus grandes amigos, al igual que Robert De Niro y Francis Ford Coppola, con quienes inauguró el restaurante Rubicón en San Francisco). Delirando frente al micrófono, en rutinas de stand up que nunca abandonó -y que le abrieron la puerta a la conducción de la fiesta del Oscar-, lo “descubrieron” para llevarlo a la TV. 

El grueso de las estrellas del humor habían surgido de la factoría de Saturday Night Live. Williams hizo su propio camino y encontró un tesoro al final del arco iris gracias a Mork, el extraterrestre que personificó en dos capítulos de la sitcom “Nuestros días felices”. “Mork & Mindy”, el pasaporte a la fama de Williams, fue un spin-off de ese show. Antes había actuado junto a otro de sus ídolos, Richard Pryor.

El doblaje neutro privó a los televidentes de buena parte de los chistes de “Mork & Mindy”. Williams improvisaba y al resto le costaba seguirle el ritmo. Lo mejor de la serie, que se mantuvo cuatro años en el aire (1978-1982) y que se veía en Tucumán por Canal 10, llegaba al final. “Mork llamando a Orson”, preanunciaba el diálogo de Williams con su jefe, un intercambio que derivaba en observaciones ingeniosas sobre el Estados Unidos de la época. 

En 1980 Williams encarnó a Popeye en un proyecto ambicioso y fallido, que dirigió el gran Robert Altman. El contacto con realizadores de primer nivel fue un activo en la carrera de Williams, un regalo de la profesión que lo potenció como intérprete. A la vez, derivó en batallas inevitables cada vez que su desmesura natural colocaba un papel al borde del desastre. Porque sobre ese borde caminó el Williams actor durante toda su vida. Las películas en las que se regodea en su propio personaje son, lógicamente, las más flojas. Pero encorsetarlo nunca fue sencillo, porque Williams fue un maestro de la improvisación y nadie quería resignar semejante cualidad. 

La filmografía de Williams es larguísima, intrincada y, básicamente, despareja. Y eso que rodó de la mano de Paul Mazursky, Terry Gilliam (otro Monthy Phyton), Kenneth Branagh, Woody Allen y el propio Coppola. Barry Levinson lo guió en “Good morning, Vietnam!” (uno de los puntos altos) y Penny Marshall supo contenerlo en “Despertares”. De la mano de la dupla Ben Affleck-Matt Damon se alzó con el Oscar al Mejor de Reparto por su composición del profesor Sean Maguire de “Good Will Hunting” (titulada aquí “En busca del destino”). 

Williams ganó muchísimo dinero con las comedias de Chris Columbus (“El hombre Bicentenario”, “Señora Doubtfire”) o con el Peter Pan de Steven Spielberg. Otro suceso fue “La sociedad de los poetas muertos”, del australiano Peter Weir. El crítico Roger Ebert la distinguió como una de las peores películas de la historia; un festival de golpes bajos en el que Williams encarnaba a un profesor de literatura que se la pasaba recomendándole “carpe diem” a un joven Ethan Hawke. A esa altura las críticas no le hacían ni cosquillas a Williams, subido al expreso de la cocaína y en el vagón VIP. 

Hizo más películas olvidables, se metió en parcelas desconocidas (un voyeur, un asesino, el rastreador de una esposa suicida), prestó la voz a incontables proyectos de animación y se pasó los últimos 10 años intentando reflotar, en vano, el esplendor perdido. Se despidió haciendo de Teddy Roosevelt en “Una noche en el museo 3”, de estreno pendiente. Los demonios le ganaron la partida a aquel Mork genial, a ese actor tan simpático al que Hollywood le sacó el jugo con sus modos de trituradora. Quedan esas películas que le alegraron las tardes a tanta gente.



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