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CULTURA

3 de abril de 2018

Poner en proceso a Dios

Hoy, leyendo la historia, somos procesados. Todos somos procesados, excepto Jesús.

Tanto en nuestra piedad como en nuestro agnosticismo, a veces ponemos en juicio a Dios, y siempre que lo hacemos, somos nosotros los que acabamos juzgados. Vemos eso en los relatos del Evangelio sobre el proceso de Jesús, particularmente en el Evangelio de Juan.

El Evangelio de Juan, como sabemos, pinta un retrato de Jesús desde el punto de vista de su divinidad, no de su humanidad. Así, en el Evangelio de Juan, Jesús no tiene la menor debilidad humana. Es Dios desde la primera línea del Evangelio hasta la última. Esto es verdad hasta el más menudo detalle. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan al dar de comer a las multitudes, Jesús pregunta a sus discípulos cuántos panes y peces tienen. Juan anota entre paréntesis: “Él ya lo sabía”. No hay resquicios en la pantalla del radar divino.

Vemos esto lo más claramente en la manera como Juan narra la pasión y muerte de Jesús. A diferencias de los otros Evangelios, en donde Jesús es mostrado como aterrorizado y arrastrado ante su amargo destino, en el Evangelio de Juan, a lo largo de todo su camino de la pasión, Jesús está sin miedo, en completo control, sereno, cargando su propia cruz y es la antítesis de una víctima. A través de todo el relato, Jesús es alguien que está actuando libremente, por amor y tiene completo poder sobre la situación.

Juan señala este rasgo muy fuertemente: Cuando llegan a arrestarlo, Jesús está de pie, y todos los que van a prenderlo caen al suelo, de modo que, en contraste con los otros Evangelios, no es él el que se postra en tierra sino, al contrario, son los soldados romanos y los guardias del templo los que se postran, y en esa postración le hacen reverencia simbólicamente. Y el simbolismo continúa: Jesús es condenado a muerte a mediodía, a la hora exacta en que los sacerdotes empezaban a sacrificar los corderos pascuales. Después de su muerte, es enterrado con una sorprendente cantidad de mirra y áloes, como sólo un rey habría sido igualado, y es enterrado en una tumba “virgen” (exactamente como había nacido de un vientre virgen). Juan aclara que con este Dios estamos tratando.

Con esto en mente, a saber, que Jesús fue siempre divino, podremos entender más claramente lo que Juan está tratando de enseñar en su relato de la muerte de Jesús. Aquello en lo que Juan se centra más es el proceso de Jesús. Lo grueso de la historia de su pasión se centra en el juicio y los principales personajes del juicio. Pero su relato tiene este rasgo irónico: Aparentemente, Jesús es procesado; pero, de hecho, es el único que no sufre proceso. Pilato es procesado, las autoridades religiosas son procesadas, el pueblo es procesado y nosotros, hoy, leyendo la historia, somos procesados. Todos somos procesados, excepto Jesús.

Pilato es procesado por varios cargos: Él sabe que Jesús es inocente, pero carece de coraje para hacer frente a la multitud, y así permite que el voluble y loco frenesí de una multitud siga adelante. Es procesado por su debilidad. Pero es juzgado también por su agnosticismo, esto es, su creencia (aunque sincera) de que podía tratar la verdad y la fe como realidades de las que él, él mismo, podía mantenerse alejado, que podía imponerlas desde una posición neutral y no comprometida, y que eran problemas de otra gente, sin nada que ver con él. Pero es juzgado por esto. Nadie puede preguntar fríamente: “¿Qué es la verdad?” como si esa respuesta no le afectara. El proceso de Jesús encuentra culpables a Poncio Pilato y a aquellos que son como él: culpables de agnosticismo, de falta de implicación, de indiferencia, que es al fin algo deshonroso. Irónicamente, la debilidad de Pilato al no liberar a Jesús, acaba haciéndole para siempre quizás el gobernador y juez más famoso de la historia. Con su nombre en los credos cristianos, millones y millones de personas pronuncian su nombre cada día.

Pero Pilato no está aquí solo en el proceso; están también las autoridades religiosas de entonces. En su verdadero esfuerzo por proteger a Dios de lo que ellos consideran irreverencia, heterodoxia y blasfemia, ellos son también cómplices de “matar” a Dios. La sentencia dictada contra ellos en el proceso de Jesús es la exacta sentencia que se está haciendo, hasta el día de hoy, sobre muchas autoridades religiosas y eclesiales, esto es, su febril proclividad a proteger a Dios ayuda con frecuencia a crucificar a Dios en este mundo.

Por fin, no lo menos, los contemporáneos de Jesús son también procesados; y, con ellos, también nosotros. En el ardor del momento, atrapados en la estúpida y febril fuerza de la muchedumbre, abandonaron su esperanza mesiánica por el eslogan del día: “¡Crucifícalo!”. Qué poco diferente de tantos eslóganes políticos y religiosos que voceamos hoy en los encuentros de política o de iglesia. El proceso de Jesús es un juicio muy desagradable que manifiesta la negligencia, la ligereza y el peligro que tiene la fuerza de la multitud.

Lo genial del relato de Juan sobre la muerte de Jesús es que muestra lo que sucede siempre que, por nuestro equivocado fervor religioso o por nuestro frío agnosticismo, ponemos en juicio a Dios. Pero en realidad, somos nosotros los que acabamos siendo juzgados.



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