VATICANO
16 de abril de 2016
El Papa rezó por los migrantes que mueren al tratar de alcanzar la isla
En Lesbos, Francisco los homenajeó con un minuto de silencio y una corona de laureles que arrojó al mar junto al Patriarca Ecuménico Bartolomé y al Arzobispo de Atenas Hieronymos.
Grecia es emblema de hospitalidad y sus habitantes de puertas abiertas a tantos que solicitan asilo. Pero el Campo de Refugiados Moria se ha transformado en una estructura de detención de prófugos de guerra, por imposición de la Unión Europea.
Desde el 20 de marzo los que huyen de la guerra arriesgando su vida en el mar, especialmente sirianos, terminan detenidos en Moria, sin los servicios necesarios, en condiciones de vida inaceptables. El campo tiene capacidad para 900 o 1.000 personas y en este momento hay más de 3.000. Sin servicios higiénicos suficientes, con familias y niños que duermen al exterior, en el piso. Los alimentos no alcanzan para todos. Y no tienen ninguna información sobre su situación. Organizaciones humanitarias como Médicos sin Fronteras, después del acuerdo entre la Unión Europea y Turquia, decidieron abandonar el campo para no transformarse en cómplices de un sistema considerado inicuo y deshumano.
Tanto los habitantes de la isla, como los prófugos, la Iglesia y los religiosos, esperan que el Papa Francisco pueda lograr despertar las conciencias de la opinión pública y de las autoridades. Reiteramos que se trata de una visita humanitaria y no política, en un marco ecuménico, de un Papa que pide con el ejemplo primero y después con la palabras, crear ‘puentes y no barreras’. Al acercarse para ver con sus propios ojos y sentir con su propio cuerpo el sufrimiento de los prófugos de guerra, Francisco los saca de la invisibilidad, los pone en el centro y nos mueve a tomar conciencia de lo que sufren.
Francisco renueva en Moria su llamado a respetar los derechos internacionales y de la persona humana, a sostener la ayuda humanitaria, a trabajar por la cultura del encuentro y la integración.
En el momento conmovedor dedicado a las víctimas de las migraciones, las oraciones del Patriarca de Constantinopla Bartolomé y del Arzobispo de Atenas y de toda Grecia, Su Beatitud Jerónimo, precedieron la del Papa Francisco. Acto que culminó cuando, tras un minuto de silencio, tres niños les entregaron una corona de laurel, a cada uno, para que las arrojaran al mar.
Queridos amigos
He querido estar hoy con ustedes. Quiero decirles que no están solos. En estas semanas y meses, han sufrido mucho en su búsqueda de una vida mejor. Muchos de ustedes se han visto obligados a huir de situaciones de conflicto y persecución, sobre todo por el bien de sus hijos, por sus pequeños. Han hecho grandes sacrificios por sus familias. Conocen el sufrimiento de dejar todo lo que aman y, quizás lo más difícil, no saber qué les deparará el futuro. Son muchos los que como ustedes aguardan en campos o ciudades, con la esperanza de construir una nueva vida en este Continente.
He venido aquí con mis hermanos, el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo Jerónimo, sencillamente para estar con ustedes y escuchar sus historias. Hemos venido para atraer la atención del mundo ante esta grave crisis humanitaria y para implorar la solución de la misma. Como hombres de fe, deseamos unir nuestras voces para hablar abiertamente en su nombre. Esperamos que el mundo preste atención a estas situaciones de necesidad trágica y verdaderamente desesperadas, y responda de un modo digno de nuestra humanidad común.
Dios creó a la humanidad para ser una familia; cuando uno de nuestros hermanos y hermanas sufre, todos estamos afectados. Todos sabemos por experiencia con qué facilidad algunos ignoran los sufrimientos de los demás o, incluso, llegan a aprovecharse de su vulnerabilidad. Pero también somos conscientes de que estas crisis pueden despertar lo mejor de nosotros. Lo han comprobado ustedes mismos y con el pueblo griego, que ha respondido generosamente a sus necesidades a pesar de sus propias dificultades. También lo han visto en muchas personas, especialmente en los jóvenes procedentes de toda Europa y del mundo que han venido para ayudarlos. Sí, todavía queda mucho por hacer. Pero demos gracias a Dios porque nunca nos deja solos en nuestro sufrimiento. Siempre hay alguien que puede extender la mano para ayudarnos.
Éste es el mensaje que les quiero dejar hoy: ¡No pierdan la esperanza! El mayor don que nosotros podemos ofrecer es el amor: una mirada misericordiosa, la solicitud para escucharnos y entendernos, una palabra de aliento, una oración. Ojalá que puedan intercambiar mutuamente este don. A nosotros, los cristianos, nos gusta contar el episodio del Buen Samaritano, un forastero que vio a un hombre necesitado e inmediatamente se detuvo para ayudarlo. Para nosotros, es una parábola sobre la misericordia de Dios, que se ofrece a todos, porque Dios es “todo misericordia”. Es también una llamada para mostrar esa misma misericordia a los necesitados. Ojalá que todos nuestros hermanos y hermanas en este Continente, como el Buen Samaritano, vengan a ayudarlos con ese espíritu de fraternidad, solidaridad y respeto por la dignidad humana, que los ha distinguido a lo largo de la historia.
Queridos amigos, que Dios los bendiga a todos y, de modo especial, a sus hijos, a los ancianos y a los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Los abrazo a todos con afecto. Invoco sobre ustedes y sobre quienes los acompañan, los dones divinos de fortaleza y paz.
Oración del Papa Francisco
Dios de Misericordia,
te pedimos por todos los hombres, mujeres y niños
que han muerto después de haber dejado su tierra,
buscando una vida mejor.
Aunque muchas de sus tumbas no tienen nombre,
para ti cada uno es conocido, amado y predilecto.
Que jamás los olvidemos,
sino que honremos su sacrificio con obras más que con palabras.
Te confiamos a quienes han realizado este viaje,
afrontando el miedo, la incertidumbre y la humillación,
para alcanzar un lugar de seguridad y de esperanza.
Así como tú no abandonaste a tu Hijo
cuando José y María lo llevaron a un lugar seguro,
muéstrate cercano a estos hijos tuyos
a través de nuestra ternura y protección.
Haz que, con nuestra atención hacia ellos,
promovamos un mundo en el que nadie se vea forzado a dejar su propia casa
y todos puedan vivir en libertad, dignidad y paz.
Dios de misericordia y Padre de todos,
despiértanos del sopor de la indiferencia,
abre nuestros ojos a sus sufrimientos
y líbranos de la insensibilidad, fruto del bienestar mundano
y del encerrarnos en nosotros mismos.
Ilumina a todos, a las naciones, comunidades y a cada uno de nosotros,
para que reconozcamos como nuestros hermanos y hermanas
a quienes llegan a nuestras costas.
Ayúdanos a compartir con ellos las bendiciones
que hemos recibido de tus manos y a reconocer que juntos,
como una única familia humana,
somos todos emigrantes, viajeros de esperanza hacia ti,
que eres nuestra verdadera casa,
allí donde toda lágrima será enjugada,
donde estaremos en la paz y seguros en tu abrazo.
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